¿QUÉ LE PIDO A DIOS?
Un profundo deseo de bondad, oración y ayuno; en ferviente oración le pido a Jesús que me ayude a rezar por estos tres valores y que encienda mi deseo de renovarlos en mi vida.
El ayuno, la oración y la limosna, tal como Jesús los presenta en su discurso, son la expresión de nuestra fe y conversión. El camino de la pobreza y de la renuncia (ayuno), el cuidado amoroso y la preocupación por el necesitado (limosna) y el diálogo filial con el Padre (oración) nos permiten vivir concretamente una fe sincera, una esperanza viva y un amor activo.
En la contemplación, quiero imaginar a Jesús diciendo todo esto a los que le rodeaban, escuchándole, deseando aprender de él y ser como él. Llevan mucho tiempo observándole y admirando su libertad interior. Esto es lo que resulta tan atractivo de su persona.
Les habla de cómo es él mismo: auténtico, viviendo en cada momento lo que quiere hacer y no lo que le gustaría que los demás le vieran hacer. La limosna, la oración, el ayuno, sí, conducen directamente al Padre. Para eso no hacen falta intermediarios. No necesitas un testigo que te mire y te confirme que has hecho lo suficiente por amor al Padre. Tú mismo, en cada momento, miras a los ojos del Padre «y tu Padre te recompensará, porque ve incluso en secreto». Tres veces repite Jesús esta conclusión, como si sospechara que un día no nos bastará. Sólo cuando aprenda a mantenerme sola y firme ante el Padre en lo que hago, sólo cuando deje de necesitar buscar la «mirada aprobadora» de otro para que me confirme que lo estoy haciendo perfectamente, sólo en ese momento empezaré a vivir en una relación libre con el Padre. Tal relación será mi recompensa. «Y mi Padre me recompensará, porque ve incluso en secreto».
«No seáis como los hipócritas». Hipócrita es una palabra que en griego expresa el papel de un actor (Gr. hypokritai – actores). Es decir, alguien que esconde algo más bajo las apariencias externas. Cuando un actor aparece en el escenario teatral, está interpretando a otra persona. Jesús recuerda a la gente que le escucha que su vida de fe no es un acto de algo que no son. Como los actores que fingen ser otra persona en el escenario. El discípulo y el hipócrita tienen algo en común, ambos desean llamar la atención. El actor se conforma con el público de la calle, el discípulo de Jesús desea la atención del Padre Celestial.
Una libertad que nos garantiza el acceso directo a Dios, en la que nuestra paz interior no depende de los demás. Así lo veía Mary Ward en su fuero interno. Y le pido a Jesús esta actitud también para mí.
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Cuando hacemos buenas obras en secreto, recibimos una doble recompensa. La primera es la recompensa de Dios, que ve nuestras obras ocultas (cf. Mt 6,4), y la segunda es el placer que produce el recuerdo de lo que hemos hecho.
Thomas La Mance escribió: «Recuerdo claramente un día hace muchos años… Estaba sentado en mi habitación escuchando la radio cuando entró mi padre. Acababa de quitar la nieve de la acera frente a nuestra casa. Me miró y me dijo: «En 24 horas no recordarás lo que estás escuchando ahora. ¿Qué tal si en los próximos veinte minutos haces algo que recordarás durante veinte años? Te prometo que te dará alegría cada vez que lo recuerdes».
«¿Qué pasa?» pregunté.
«Bueno, hay una buena capa de nieve en la acera frente a la casa de nuestro vecino. Intenta palearla sin que sepa quién lo hizo».
Lo hice en quince minutos. La vecina nunca supo quién la ayudó. Y mi padre tenía razón. Hace ya más de veinte años, y el recuerdo de aquella hazaña siempre me hace feliz».
Si hacemos buenas acciones para que la gente nos admire, nos recompensan con su admiración, y eso suele ser una recompensa a corto plazo. Por tanto, hagamos buenas obras en secreto ante los hombres, recordando que la alegría de recordarlas no es más que un pequeño anticipo de la recompensa eterna de nuestro Padre Celestial.
Erika Maliniková CJ, Eslovaquia