Ser mujer y querer asomarse al mundo de las letras, querer aprender, saber, transmitir… todo un desafío en la primera mitad del siglo XX y en la primera mitad del XXI. Esta mujer debió captar el sufrimiento de su pueblo hasta el punto de asumir la responsabilidad de ponerle voz, a través de sus escritos. Ganar el premio Nobel en 1926 tuvo que ser un claro reconocimiento que, sin duda, le ayudaría a seguir en la brecha. Me llama la atención que fue autodidacta. Como tantas mujeres inquietas, curiosas, responsables, porque se sienten responsables de pasar la antorcha ante lo que es posible cambiar.
No cabe duda de que Mary Ward creyó y no precisamente en el momento más oportuno, que la educación de la mujer era el mejor legado que podía dejar a la sociedad de su tiempo. Por ello se empeñó, como solo ella sabía hacerlo. Buscó, se atrevió, y Dios le fue guiando suavemente, no exenta de dificultades hasta poder empezar a vislumbrar su sueño. Cuando pienso en el primer colegio de Mary Ward en St. Omer, pienso en la cantidad de dificultades, incomprensiones, malos entendidos… Fue luz y es luz para muchas mujeres de ayer y de hoy, porque se dejó llevar por su intuición a la que acompañaron horas de oración, discernimiento, acompañamiento, consulta, junto a sus amigas y compañeras, las familias, las alumnas. La voluntad de Dios, que Mary Ward tan fiel y libremente buscó, no se hizo patente en forma de premio Nobel, pero sí en su legado a través de los siglos y generaciones, hasta nuestros días. Ojalá seamos capaces de seguir transmitiendo su impronta.
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